El heredero lo es a título “universal”, es decir, de todo lo que quede. Es la persona que se “coloca” en el lugar de su causante. Recibe tanto lo bueno (derechos, bienes…) como lo malo (obligaciones, deudas…). Y no solo lo que tenga un contenido económico (propiedades, dinero…) sino también lo moral o espiritual que no se extinga con la muerte (por ejemplo, si alguien ataca el honor de una persona fallecida, es el heredero el que debe defenderlo o, en caso de que haya que elevar a público un documento privado firmado por el causante, son los herederos quienes tienen que hacerlo). Se dice, por tanto, que el heredero es el continuador de la personalidad jurídica del causante.
Por su parte, el legatario lo es a título “particular”, es decir, solo recibe uno o varios bienes de la herencia y siempre por voluntad del causante manifestada en su testamento.
El heredero puede ser instituido en testamento, pero a falta de este nombramiento, es la ley la que lo designa. Sin embargo, el legatario sólo puede ser nombrado por testamento. Las consecuencias de la renuncia en uno y otro caso son distintas. Si el testador no ha previsto sustitutos, la ley establece en caso de renuncia del heredero un llamamiento sucesivo, de forma que en último lugar sucedería el Estado; pero en caso de renuncia del legatario sin que el testador haya previsto su sustitución, el bien legado al renunciante pasará a formar parte de la herencia.
El heredero no puede renunciar parcialmente a la herencia, no puede aceptar determinados bienes y repudiar otros, porque, por ejemplo, estén hipotecados. El legatario, en el caso en que le dejen varios bienes a través de varios legados, puede aceptar unos y renunciar otros, salvo que algún legado sea oneroso (es decir, que te obligue a hacer algo para disfrutarlo) en cuyo caso, si renuncia a éste, debe renunciar a los otros.